Ofelia Medina nació en 1950, en Mérida, Yucatán, en un hogar marcado por la disciplina estricta y la exigencia intelectual.
Su padre, veterinario, y su madre, cirujana, criaron a cinco hijos en un ambiente donde las reglas eran inquebrantables y el afecto, un lujo escaso.
A los 8 años, la mudanza a la Ciudad de México abrió para ella una puerta inesperada: la danza.
En la Academia de Danza Mexicana, entrenó con una intensidad que pocos niños podrían soportar.
Allí, el arte dejó de ser un pasatiempo para convertirse en una tabla de salvación.
A los 11 años, el encuentro con Alejandro Jodorowsky en un grupo de pantomima infantil le cambió la vida.
Descubrió una rebeldía latente que no todos celebraron.
Su padre, inflexible, se opuso a su camino artístico y ella, a los 18, se fue de casa con nada más que determinación.
El mismo año debutó en cine y conoció a Alex Philips Jr.
, su primer marido, con quien tuvo a su hijo David.
La relación terminó pronto, desgastada por la distancia y la violencia.
Luego llegó el director de teatro Juan Iváñez, una relación intensa que terminó en tragedia: un accidente con gas le provocó quemaduras de tercer grado en el rostro.
Contra todo pronóstico, volvió a trabajar, protagonizando la telenovela Rina en 1977, oculta tras cuellos altos, pero con una fuerza que el público abrazó.
En los 80, ya consolidada como estrella, comenzó a rechazar los moldes de Televisa y se volcó hacia un cine más político.
Su papel como Frida Kahlo en Frida, naturaleza viva despertó un compromiso social que la llevaría a Chiapas y a una confrontación directa con el poder.
En 1996, Televisa la vetó por acudir a un acto político en San Cristóbal de las Casas.
De un día para otro, desapareció de las pantallas.
Lo que siguió fue un autoexilio hacia la selva Lacandona, donde trabajó con comunidades indígenas a través de un fideicomiso que fundó para mejorar la salud y la nutrición de niños y madres.
Su activismo fue intenso, pero tuvo un costo personal inmenso: dejó a sus hijos al cuidado de otros.
Esa distancia, reconoció más tarde, fue una herida que nunca sanó.
Durante años, vivió sin reflectores, enfrentando amenazas y la indiferencia mediática.
Reapareció tímidamente en el cine y la televisión a partir de 2006, pero la industria había cambiado y ella ya no encajaba en el molde de estrella que una vez fue.
Aun así, aceptó papeles que reflejaban sus propias pérdidas, como en Las buenas hierbas o Tanto amor.
La muerte de Pedro Armendáriz Jr.
, padre de su hijo menor, en 2011, la golpeó profundamente.
Desde entonces, sus apariciones fueron esporádicas, más vinculadas a causas culturales y políticas que a la fama.
En 2021 recibió el Ariel de Oro, pero su discurso fue breve y contundente: “Estamos aquí para aportar, no para ser borrados”.
En 2022, su franqueza volvió a ponerla en el ojo público cuando defendió a su sobrina en un pleito legal contra el cantante Rubén Albarrán.
Internet se dividió; ella calló.
Al año siguiente, criticó duramente la cancelación de los premios Ariel y organizó una subasta benéfica con vestuarios históricos para recaudar fondos.
En 2025 sorprendió al unirse a MasterChef Celebrity Generaciones, donde mostró una faceta doméstica y afectuosa, llegando hasta la semifinal.
Su eliminación fue tranquila, pero su despedida dejó una frase que revelaba más de lo que parecía: “Mis manos finalmente son manos de cocinera, como las de las mujeres que me criaron”.
Hoy, acercándose a los 80, Ofelia Medina vive alejada del ruido mediático, dedicada a eventos culturales y al acompañamiento de artistas jóvenes.
No teme hablar del miedo a perder la memoria, ni de la tristeza de ver cómo causas por las que luchó son olvidadas.
No busca halagos, pero tampoco huye de la confrontación cuando cree que la verdad está en juego.
Su historia no es la de una actriz que cayó en desgracia, sino la de una mujer que eligió renunciar a todo para mantenerse fiel a sí misma.
El precio fue alto: aislamiento, olvido y una vida que, desde fuera, puede parecer triste.
Pero en su silencio y en su resistencia, hay una fuerza que sigue latiendo, como un aplauso que nunca terminó de apagarse.
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