Gustavo Díaz Ordaz nació el 12 de marzo de 1911 en San Andrés Chalchicomula, Puebla, en medio de la Revolución Mexicana.
Provenía de una familia con raíces políticas y sociales respetadas, pero la guerra destruyó casi todo lo que poseían, dejando a la familia en la ruina.
Desde joven, Gustavo mostró un carácter rígido y metódico, moldeado por un entorno familiar donde su madre, Sabina Bolaños, volcó su cariño en su hermano Ernesto, mientras lo rechazaba por considerarlo
poco agraciado.

Este rechazo marcó profundamente su personalidad, convirtiéndolo en un hombre distante y obsesionado con la disciplina.
A pesar de su apariencia fría, Gustavo tenía intereses que pintaban una imagen diferente.
Jugaba baloncesto, tocaba guitarra y dedicaba horas a armar rompecabezas, como si buscara imponer orden al caos.
Su ascenso político comenzó en Puebla, donde se convirtió en vicerrector de la Universidad y, más tarde, en secretario general de gobierno gracias al apoyo de Maximino Ávila Camacho, una figura poderosa que
sería clave en su carrera.
Sin embargo, cuando Maximino murió en circunstancias sospechosas, Díaz Ordaz logró mantenerse en el juego político, demostrando una astucia que lo llevaría a convertirse en presidente.
En 1964, Díaz Ordaz asumió la presidencia de México tras una elección que parecía más una coronación que un proceso democrático.
Su mandato estuvo marcado por logros como la inauguración del metro de la Ciudad de México y un crecimiento económico constante.
Sin embargo, su verdadero legado quedó manchado por la masacre de Tlatelolco en 1968, un episodio que dejó una herida imborrable en la historia del país.
Apenas días antes de los Juegos Olímpicos, las fuerzas gubernamentales abrieron fuego contra manifestantes estudiantiles en la Plaza de las Tres Culturas, dejando cientos de muertos y desaparecidos.
La represión fue brutal y calculada, con francotiradores y soldados rodeando la plaza en una operación que dejó claro que la disidencia no sería tolerada.
La masacre no solo afectó la imagen pública de Díaz Ordaz, sino también su vida personal.
Guadalupe Borja, su esposa y primera dama, sufrió una crisis nerviosa tras los eventos de 1968, lo que la llevó al aislamiento y, finalmente, a una muerte prematura en 1974.
Mientras Guadalupe se desvanecía en las sombras, otra figura emergía para ocupar su lugar en la vida del presidente: Irma Serrano, conocida como “La Tigresa”.
Este romance prohibido entre el presidente y la actriz fue tan escandaloso como explosivo.
Irma reveló detalles íntimos de su relación en sus memorias, incluyendo cómo Díaz Ordaz le regaló una lujosa casa y organizaba encuentros clandestinos en Los Pinos.
La pasión entre ellos llegó a tal punto que, durante una discusión, Irma lo abofeteó con tanta fuerza que casi provoca una tragedia nacional.
Este episodio, que estuvo a segundos de convertirse en un escándalo aún mayor, mostró el lado más vulnerable y caótico de un hombre acostumbrado a controlar todo.
A pesar de los escándalos y la represión, Díaz Ordaz intentó mantener una imagen de estabilidad y progreso.
Bajo su gobierno, la economía mexicana creció significativamente, y proyectos como el metro se convirtieron en símbolos de modernización.
Sin embargo, su intolerancia hacia las voces disidentes quedó en evidencia con episodios como el secuestro del caricaturista Eduardo del Río, conocido como Rius.
Aunque fue liberado gracias a la intervención de Lázaro Cárdenas, el incidente mostró la mano dura del régimen frente a cualquier crítica.
Hacia el final de su vida, Díaz Ordaz enfrentó un declive tanto físico como emocional.
En 1975, fue nombrado embajador en España, pero renunció abruptamente tras solo 11 días en el cargo, alegando razones personales.
En realidad, su salud ya estaba deteriorada.
Padecía cáncer de colon, una enfermedad que terminaría por arrebatarle la vida el 16 de julio de 1979.
Pero antes de morir, Díaz Ordaz hizo una confesión que estremeció a México.
En un momento de reflexión, admitió su responsabilidad en los eventos de Tlatelolco, confirmando lo que los mexicanos habían sospechado durante décadas.
Aunque sus palabras no pudieron borrar el dolor de las víctimas y sus familias, fueron un reconocimiento tardío de una culpa que lo acompañó hasta sus últimos días.
La figura de Gustavo Díaz Ordaz sigue siendo objeto de debate en México.
Por un lado, se le recuerda por sus logros en infraestructura y economía; por otro, es condenado por su papel en la represión y la masacre de Tlatelolco.
Su confesión final, lejos de cerrar el capítulo, dejó una pregunta abierta: ¿cómo debe ser recordado un hombre cuyo legado está dividido entre el progreso y la tragedia? Hoy, su nombre despierta furia y
controversia, con llamados a borrar su presencia de escuelas, calles y espacios públicos.
Pero su historia, llena de contradicciones, sigue siendo una lección sobre el poder, la ambición y las consecuencias de gobernar con mano de hierro.
¿Crees que Gustavo Díaz Ordaz debe ser recordado por sus logros o condenado por sus atrocidades? Déjanos tu opinión en los comentarios y comparte esta historia para mantener viva la memoria de un capítulo
crucial en la historia de México.
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