Ali MacGraw lo tenía todo: belleza, fama y Hollywood a sus pies. En tan solo dos películas, se convirtió en la chica de oro de Estados Unidos. Pero en la cima de su estrellato, desapareció. Sin escándalos, sin giras de prensa desesperadas, solo silencio. Durante décadas, los fans se preguntaron: ¿qué fue de la mujer que encarnó el romance y el desamor durante una generación?
Ahora, a sus 85 años, Ali MacGraw finalmente rompe su silencio. Y lo que revela sobre su romance secreto con Steve McQueen te dejará atónito.

Antes de ser un símbolo de amor trágico, Ali MacGraw era una fuerza de brillantez discreta. Criada en un hogar complicado en Pound Ridge, Nueva York, aprendió desde pequeña a sobrevivir manteniendo la compostura y la calma. Ascendió de asistente de fotografía a modelo y luego a asistente editorial en Harper’s Bazaar. Su ascenso fue constante, pero su gracia era magnética.

Su debut cinematográfico en *Goodbye, Columbus* (1969) fue una revelación: no solo era hermosa, sino también auténtica. Luego llegó *Love Story* (1970), y de la noche a la mañana, Ali MacGraw se convirtió en el rostro de una generación. Portadas de revistas, campañas de moda, programas de entrevistas: todos querían un poco de ella. Se casó con Robert Evans, el poderoso director de Paramount Pictures, y juntos formaron la pareja de oro de Hollywood.

Pero Ali nunca se sintió del todo a gusto en Hollywood. «Era famosa, pero no tenía los pies en la tierra. Siempre esperaba que todo se derrumbara», admitió una vez. Ese miedo silencioso se volvería inquietantemente profético.

Justo cuando su estrella alcanzaba su máximo esplendor, llegó un nuevo guion: *The Getaway*. ¿Su coprotagonista? Steve McQueen, una leyenda, rudo y rebelde, una contradicción andante entre encanto y peligro. La química fue instantánea, electrizante e imposible de ocultar. Lo que empezó como un coqueteo en el set se convirtió en una aventura apasionada que la consumiría por completo.

No solo se enamoró, sino que se sumergió en algo más profundo y mucho más peligroso. Steve McQueen no era un galán más; fue el principio del fin. Ali dejó a Robert Evans por Steve, ignorando las advertencias de amigos y colegas. Para el mundo, fue una imprudencia. Para Ali, fue la liberación.

Pero la realidad tenía un precio. Steve exigía total devoción, privacidad y silencio. Ali dejó de aceptar guiones, dejó de asistir a eventos de la industria y desapareció de la escena. La mujer que una vez iluminó cada habitación se volvió más difícil de alcanzar, incluso para su familia.

Su casa en Malibú se convirtió en su jaula. Jugaba a ser cocinera, a ser la señora de la limpieza, a ser la mujer sencilla… todo lo que Steve quería. Usaba vaqueros y camisetas, dejó de maquillarse y se transformó para encajar en su mundo. La transformación no fue solo física, sino también emocional. La serena intensidad que la había definido se desvaneció. Priorizó los cambios de humor de Steve sobre su propia paz, y la fama que una vez fue suya desapareció.

Hollywood siguió adelante. Actrices más jóvenes ocuparon los papeles que le habrían correspondido. Los fans quedaron confundidos: ¿cómo pudo alguien tan querido desaparecer así como así?

Tras puertas cerradas, la necesidad de control de Steve se intensificó. Se volvió más posesivo, más retraído. Cualquier atisbo de su vida anterior lo ponía inquieto, celoso y distante. Ali atenuó aún más su luz, con la esperanza de proteger su frágil conexión. Pero el amor construido sobre la sumisión no perdura; muta. Ali empezó a beber más, sintiéndose ansiosa y vacía. No pudo precisar cuándo exactamente la alegría abandonó su matrimonio, pero recordó el momento en que se dio cuenta de que ya no tenía voz: «Desaparecí», admitió más tarde. «Y lo peor fue que lo dejé pasar».

Cuando el matrimonio finalmente terminó en 1977, no hubo una gran despedida, solo un desmoronamiento silencioso. Ali lo había dejado todo por Steve: su matrimonio, su carrera, su identidad. Y ahora, sola, no le quedaba nada a lo que refugiarse: ni guiones, ni atención, ni una idea clara de quién era.

La muerte de Steve McQueen en 1980 la destrozó. Nunca hubo un cierre, nunca una verdadera despedida. El dolor era abrumador y Ali se desplomó. En 1985, se internó en el Centro Betty Ford, donde enfrentó no solo el alcoholismo, sino una vida de autodestrucción.

La recuperación no significó un regreso triunfal a Hollywood. Ali se mudó a Tesuque, Nuevo México, un pequeño pueblo al norte de Santa Fe. Allí, rodeada del silencio del desierto y vecinos a los que no les interesaba el cine, comenzó a reconstruir, no su fama, sino su identidad. Pintó, se dedicó a la jardinería, cuidó animales y encontró la paz por primera vez.

Ahora, en entrevistas excepcionales, Ali MacGraw reflexiona sobre su pasado con honestidad y sabiduría. “Me desvanecí en ese matrimonio”, dice, no con ira, sino con claridad. No fue solo Steve quien lo arrebató todo; ella entregó cada parte de sí misma, una a una, para ser amada.

Pero en Tesuque, Ali ya no necesitaba ser elegida. Se había elegido a sí misma.

Ali MacGraw no regresó a la fama por todo lo alto. Regresó a la verdad con discreción. Porque la aventura que le costó todo no la acabó; la obligó a preguntarse qué le quedaba. Y en el silencio que siguió, encontró algo que nunca esperó: paz.