
Juan Pardo nunca fue un artista cualquiera.
Fue un alquimista del pop español, un compositor que convirtió el idioma y el sentimiento en oro melódico.
Pero antes de ser leyenda, fue un niño atrapado entre uniformes militares, mudanzas eternas y expectativas que nunca fueron suyas.
Nació por accidente en Mallorca, pero su corazón siempre perteneció a Galicia, tierra de brumas, nostalgia y silencios.
Su padre, un almirante estricto, le había trazado el destino: debía servir en la Armada.
Pero un defecto visual —daltonismo— lo liberó del uniforme…y también lo marcó con una mezcla de culpa y alivio.
Aquel rechazo familiar lo empujó hacia su verdadera vocación: la música.
Lo que para muchos era una distracción, para Juan era un instinto.
Desde niño imitaba orquestas con la voz, memorizaba melodías y convertía el ruido de una casa llena en sinfonía.
A los 18 años escapó a Madrid, oficialmente para estudiar, pero en realidad para existir.
Ahí encontró su tribu: soñadores, músicos, rebeldes.
Formó parte de grupos como Los Vándalos y Los Teleco, pero fue con Los Pekenikes donde enfrentó su primera humillación profesional: lo rechazaron en el estudio, diciéndole que “ese chico no haría carrera”.
Ese chico, Juan Pardo, se tragaría el dolor…y regresaría con más fuerza.
En 1964 llegó el punto de inflexión: Los Brincos.

Junto a Junior, crearon un pop español que cruzó fronteras.
Ritmos modernos, letras profundas, armonías cautivadoras.
Pero detrás de los coros, crecía una sombra: la rivalidad, el ego…y el amor.
Marisol y Rocío Dúrcal no eran solo musas.
Eran sus amantes.
Juan estaba con Rocío.
Junior con Marisol.
Hasta que Rocío cambió de bando, y de boca.
Un beso bastó para dinamitarlo todo.
La canción “A dos niñas” había sido escrita por ambos, para sus amores.
Pero el dúo terminó cantando a la misma mujer.
El quiebre fue inevitable.
Juan, dolido, borró la voz de Junior de una grabación y la reemplazó por la suya.
No hubo insultos.
No hubo golpes.
Solo un acto silencioso de venganza que rompió una de las alianzas más prometedoras de la música hispana.
Junior se casó con Rocío Dúrcal.
Juan guardó silencio.
Y ese silencio se volvió su estilo de vida.
Como solista, brilló.
“La Charanga”, “No me hables”, “Bravo por la música”.
Éxito tras éxito, mientras escribía también para las estrellas: Camilo Sesto, Ana Belén, Miguel Bosé.
Fue el productor invisible, el hombre que ponía su alma en voces ajenas.
Y aún así, su propia voz resonaba con una tristeza sutil.
Cantaba con una dulzura que dolía.
Se casó con Emy de la Cal, una cantante cubana que lo acompañó en giras, estudios y la vida.
Tuvieron dos hijas, Teva y Lis, y durante un tiempo, Juan fue feliz.
Pero el matrimonio terminó en 1983.
Sin escándalos.
Sin titulares.

Solo una página que se cierra con dignidad.
Su exesposa, sin buscar protagonismo, se convirtió en su cómplice artística y emocional hasta el final.
Con sus hijas grabó uno de sus álbumes más íntimos: “Lua Chea”.
En los 90, su música hablaba cada vez más de soledad, de nostalgia, de un hombre que había tenido todo y lo había dejado ir.
“Me compré unas alas” no era solo una canción.
Era una confesión.
Una rendición.
Su retiro llegó en 2004, sin aviso, sin show de despedida.
Solo lanzó un último álbum en gallego, pintó con sus hijas, y se desvaneció.
Y entonces vino el silencio absoluto.
Tras una operación cardíaca en 2017, desapareció por completo.
No concede entrevistas.
No aparece en televisión.
No responde llamadas.

No se le ve en conciertos, ni entregas, ni homenajes.
La última vez que se lo vio fue en el velorio de Camilo Sesto en 2019.
Desde entonces, nada.
Ni una foto.
Ni un audio.
Ni una carta.
Su vida actual se reduce a dos casas: una en Madrid, otra en Galicia.
Sus días transcurren entre lienzos, pinceles y recuerdos.
Su voz…guardada.
Su guitarra…muda.
A sus más de 80 años, Juan Pardo no está rodeado de premios, giras ni cámaras.
Está rodeado de ausencias.
De lo que fue.
De lo que no dijo.
De lo que no quiso explicar.
¿Fue una elección de libertad? ¿O una forma elegante de esconder una herida que nunca cerró? Sus hijas, especialmente Lis, mantienen viva su memoria musical, cantando sus canciones, reimaginando sus letras.
Pero él no vuelve.

No quiere volver.
Se niega a ser nostalgia.
Se niega a ser trofeo.
Hoy, su historia no es la de una estrella caída.
Es la de un hombre que prefirió el murmullo al aplauso.
Que eligió desaparecer mientras aún podía cantar.
Que hizo historia…y luego la dejó atrás.
Tal vez Juan Pardo nunca quiso ser famoso.
Tal vez solo quería cantar.
Tal vez el precio fue demasiado alto.
Tal vez, como muchas de sus canciones, su vida fue siempre un adiós dicho con ternura.
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