Gloria Simonetti, recién casada a los 77 años, rompe décadas de discreción y revela un detalle sorprendente de su boda y de la persona que ahora la acompaña, despertando dudas, emociones y teorías en todo Chile

El público estaba listo para una entrevista de rutina.
La invitada: Gloria Simonetti, 77 años, una voz que forma parte de la memoria emocional de varias generaciones. El set: elegante, cálido, con fotos antiguas proyectadas en una pantalla gigante, repasando una carrera larga, sólida, respetada.

Nadie imaginaba que esa noche, en lugar de otra conversación más sobre discos, escenarios y giras, ella iba a soltar una frase que alteraría por completo el tono del programa:

—Sí, me casé otra vez… y no, no fue como todos creen.

El conductor se quedó con la boca entreabierta. El equipo en el estudio contuvo la respiración. Y, al otro lado de la pantalla, miles de personas dejaron el celular en la mesa para subir el volumen.

Un especial homenaje que se salió del guion

El programa ya llevaba más de media hora al aire. Habían pasado imágenes de Gloria en blanco y negro, cantando en festivales, compartiendo escenario con figuras que hoy son leyenda. Había anécdotas de camerinos, de viajes, de canciones que nacieron de madrugadas y que hoy se cantan como clásicos.

Gloria reía, recordaba, se emocionaba. Su presencia imponía, pero también abrazaba. Era la misma de siempre: directa, irónica, con esa mezcla de fuerza y ternura que el público reconoce al instante.

Hasta que el conductor decidió entrar en terreno personal, pensando que, quizás, obtendría un par de comentarios simpáticos y nada más.

—Gloria —dijo, con voz suave—, en estos últimos meses se ha hablado mucho de una boda, de una nueva pareja, de un nuevo capítulo en tu vida. Tú, que siempre has sido tan discreta, ¿qué nos puedes decir de eso?

Ahí, el aire cambió.

Ella sonrió, pero no como quien esquiva, sino como quien decide. Dejó las manos sobre las rodillas, enderezó la espalda y miró a la cámara principal con una claridad que no dejaba espacio al juego.

—A mis 77 años —dijo—, ya no tengo ganas de esconder lo que me hace feliz.

El conductor se acomodó en el sillón, intuyendo que venía algo grande.

“Sí, me casé”… pero ése no es el verdadero giro

—Empecemos por lo evidente —añadió Gloria—: sí, me casé. No es rumor, no es invento, no es una exageración.

El público en el estudio empezó a aplaudir. Ella levantó una mano, pidiendo calma.

—Pero lo interesante no es que me haya casado —continuó—. Lo verdaderamente importante es cómo y con quién lo hice… y lo que eso dice de la vida a esta edad.

La pantalla mostró, por unos segundos, una foto borrosa: ella con un vestido sencillo color marfil, sin exceso de adornos, el cabello recogido en un moño suave. A su lado, un hombre de mirada tranquila, sonrisa calma, traje oscuro y una postura que no parecía buscar protagonismo.

—La prensa se obsesionó con su nombre, con su trabajo, con su edad —comentó—. Yo quiero contar otra cosa.

El conductor, curioso, preguntó:

—¿Qué quieres contar, exactamente?

Ella respiró hondo, como si se estuviera acercando a un precipicio que, en realidad, llevaba años mirando.

—Que me casé con la persona que nunca pensé que me atrevería a elegir.

Del “nunca más” a un mensaje inesperado

Gloria empezó a retroceder en el tiempo.

—Durante mucho tiempo —confesó—, yo estaba convencida de que el tema de las bodas estaba cerrado en mi vida. No porque no creyera en el amor, sino porque la vida ya me había enseñado suficientes lecciones como para entender que hay cosas que, simplemente, se dan por vividas.

Después de pérdidas, desacuerdos, etapas intensas y silencios largos, se había acomodado en una frase que repetía en entrevistas con una mezcla de humor y seriedad:

“Estoy casada con mi libertad… y con mis canciones”.

Y lo decía de verdad.

—Tenía mi rutina —contó—: mis giras, mis ensayos, mis lecturas, mis amigos, mi familia. Estaba en paz. No me sentía sola. Me sentía… completita, como digo yo.

Hasta que un día, el teléfono sonó de una manera distinta.

—Era un número que no tenía registrado —recordó—. Casi no contesto. Pero algo me dijo: “Anda, contesta, qué puede pasar”.

Del otro lado, una voz masculina, un poco nerviosa:

—“Señora Gloria, disculpe que la moleste. No sé si se acuerda de mí…”

Ella se rió al contarlo.

—Yo pensé que era alguien ofreciendo cambiarme el plan del internet —bromeó—. Y resultó ser Andrés.

Andrés: el nombre que nadie conocía, pero que siempre estuvo ahí

Andrés no era una figura pública. No era músico, ni productor, ni representante, ni nada que pudiera asociarse al mundo del espectáculo. Era, simplemente, parte del paisaje humano de su vida.

—Lo conocí cuando yo tendría… ¿cuarenta y tantos? —relató—. Él trabajaba en una radio local. Yo fui a dar una entrevista y se nos cruzaron los caminos ahí, en un pasillo.

No fue amor a primera vista. No hubo chispas instantáneas ni diálogos de película.

—Lo que hubo —explicó— fue una conversación muy honesta sobre lo que significaba lanzar un disco en esa época. Ni siquiera actuó como fan. Habló conmigo como si me conociera de siempre, pero sin invadir.

Desde entonces, se cruzaron muchas veces: eventos, entrevistas, festivales. Él siempre estaba ahí, cerca pero no encima, atento pero no insistente.

—Era ese tipo de persona que uno piensa: “Qué agradable, qué simpático, qué bueno tenerlo cerca”… y sigue con su vida —dijo ella—. Nunca lo vi como una posibilidad sentimental. No en ese momento.

La vida siguió. Cada uno tomó sus rutas. Ella subió a escenarios, cruzó países, grabó discos. Él cambió de estaciones, de trabajos, de ciudades.

—Y un día desapareció del radar —agregó—. No supe más.

Hasta aquella llamada.

“Estoy viudo… y todavía la escucho”

En esa llamada, décadas después, la voz al teléfono no era la del joven de radio que ella recordaba, sino la de un hombre que había atravesado sus propias batallas.

—Me dijo: “No sé si está bien que la llame, pero sentí que tenía que hacerlo” —recordó—. Yo, curiosa como siempre, le dije: “Bueno, ya llamaste, ahora explícame”.

Andrés, con cuidado, le contó que acababa de quedarse viudo. Que había sido un proceso duro, largo, lleno de silencios difíciles. Y que, en medio de ese duelo, había un pequeño respiro constante: sus canciones.

—“Yo sé que usted no es psicóloga —me dijo—, pero la he escuchado tanto estos meses que, de alguna forma, me ha acompañado”.

Gloria guardó silencio unos segundos al recordar la frase.

—Me quedé muy tocada —admitió—. Uno canta, graba, viaja, y a veces se olvida de la forma en que esas canciones se cuelan en la vida real de las personas.

No fue una llamada breve. Hablaron de música, de pérdidas, de cómo se atraviesan los inviernos internos sin manual. Al cortar, algo había cambiado.

—Sentí que esa conversación no era un capítulo aislado —contó—. Era un prólogo.

Del pésame a la complicidad

Lo siguiente no fue un romance fulminante. Fue un intercambio lento, casi tímido: mensajes, llamadas, correos cortos con enlaces a canciones, fotos de amaneceres, frases sueltas de libros.

—Se empezó a generar una complicidad curiosa —explicó—. No hablábamos de “nosotros”, hablábamos de la vida. Y eso, a los 70 y tantos, es un lujo.

Pasaron meses de comunicación a distancia antes de volver a verse en persona. El encuentro fue en un café sencillo, sin cámaras, sin solemnidad.

—Cuando lo vi entrar —recordó—, lo primero que pensé fue: “Está más grande, pero es el mismo”. Tenía esa misma mirada atenta, ese mismo modo de escuchar con todo el cuerpo.

Tomaron café, caminaron, se rieron de las arrugas, de los dolores de rodilla, del cansancio temprano. No se besaron, no se tomaron de la mano. Pero algo, en el aire, ya no era sólo amistad de viejos conocidos.

—Esa noche, al llegar a mi casa, me hice una pregunta que hacía años no me hacía —dijo ella—: “¿Y si todavía me queda una historia por vivir?”.

La confesión que sorprendió hasta a sus hijos

El conductor no pudo evitar interrumpir:

—Gloria, ¿tus hijos sabían de esto?

Ella se rió con complicidad.

—No al principio —respondió—. Sabían que hablaba con alguien, que estaba más sonriente, que me arreglaba un poquito más para salir… Y como son inteligentes, ataron cabos.

Uno de sus hijos, según contó, se le acercó una tarde al verla revisando el celular con una sonrisa suave.

—“Mamá, ¿hay alguien que te está escribiendo cosas bonitas?” —le preguntó, directo.

Ella, lejos de negarlo, decidió por primera vez no esconderse detrás de frases hechas.

—“Sí” —le contestó—. “Hay alguien que me está escribiendo cosas muy bonitas… y que me hace sentir viva”.

La reacción no fue de susto, sino de curiosidad.

—Me dijeron: “Si te hace bien, adelante. Pero hazlo a tu ritmo. Y no dejes que nadie se meta a opinar de más” —relató—. Eso me dio una tranquilidad enorme.

La propuesta menos romántica… y más sincera

Cuando la relación con Andrés ya era algo evidente —al menos para quienes la conocían de cerca—, llegó la propuesta que lo cambió todo.

—No fue en un restaurante caro, ni con una rodilla en el suelo —aclaró ella, sonriendo—. Fue en mi casa, un día de lluvia, con los dos en pantuflas.

Estaban conversando sobre cosas prácticas: papeles, salud, planes. A cierta edad, las conversaciones importantes no evitan la logística.

—En un momento —contó—, él me miró y me dijo: “Mira, Gloria, sé que suena loco a esta altura, pero… ¿quieres que armemos esto bien y nos casemos?”.

Ella soltó una carcajada larga.

—Mi primera reacción fue decir: “¿Tú sabes cuántas veces me han hecho esa pregunta en canciones? ¡Y vienes tú ahora, en pantuflas!”.

El público se rió con ella.

—Después de reír —continuó—, me quedé callada. Y me di cuenta de que estaba asustada… pero feliz.

No había fuegos artificiales, ni discursos grandilocuentes. Había, en cambio, una verdad muy simple: dos personas mayores decidiendo acompañarse formalmente hasta donde la vida las deje.

—Le dije que sí —añadió—. Pero con una condición: que fuera una boda para vivir, no para mostrar.

La boda secreta que no fue tan secreta

El conductor, intrigado, preguntó:

—¿Qué quieres decir con eso?

Gloria se acomodó en el asiento.

—Que no quería un evento lleno de cámaras, vestidos imposibles y discursos prefabricados —explicó—. Quería algo chiquito, honesto, sin espectáculo.

Y así fue. La ceremonia tuvo lugar en una casona pequeña a las afueras de la ciudad, rodeada de árboles, con apenas unas cuantas mesas y una decoración sencilla: flores blancas, velas, fotos antiguas de ambos.

—Éramos muy pocos —recordó—: mis hijos, sus hijos, algunos amigos de verdad, no de compromiso. Y ya.

Entró del brazo de uno de sus nietos, con un vestido ligero y zapatos bajos.

—Le dije al diseñador: “No quiero parecer veinteañera, quiero parecer yo, pero celebrando” —bromeó.

No hubo alfombra roja, ni flashes, ni drones. Sí hubo algo que nadie imaginaba:

—Lo más impactante de esa noche —confesó— no fue que me casara… sino la confesión que hice en medio del brindis.

La confesión: “Me equivoqué muchos años”

Después de la ceremonia, vino la comida, las risas, la música suave. En un momento, los hijos le pidieron que dijera unas palabras. Ella aceptó, sin apuntes ni discursos escritos.

—Tomé la copa —relató— y dije algo que llevaba mucho rato queriendo decir en voz alta.

Los presentes se inclinaron hacia adelante, tal como lo hacía ahora el público del programa.

—Les dije: “Me equivoqué muchos años pensando que, después de cierta edad, ya no se puede empezar nada grande. Que lo único que quedaba era cuidar lo hecho y no arriesgarse más. Y hoy estoy aquí, a los 77, demostrándome que no era verdad”.

Hizo una pausa y añadió:

—“Me equivoqué creyendo que la vida sentimental tiene fecha de vencimiento. No la tiene. Lo que se vence es el miedo”.

Contó que, en ese momento, algunos de los presentes rompieron a llorar.

—No por mí —aclaró—, sino por ellos mismos. Porque todos tenemos algo que hemos dado por “ya no”, cuando en realidad sigue latiendo.

¿Qué es lo que más ha sorprendido a Gloria?

El conductor volvió al presente.

—Gloria, ¿qué es lo que más te ha sorprendido de esta etapa?

Ella pensó unos segundos antes de contestar.

—Lo mucho que se parece el amor a los 77 al amor a los 20… y lo distinto que se vive —dijo—. A esta edad no nos estamos preguntando “¿qué somos?” cada dos días. Sabemos lo que somos. Y eso da una tranquilidad preciosa.

Aceptó, sin pudor, que vuelve a sentir cosas que creía archivadas:

—Ansias de que suene el teléfono, sonrisas tontas frente a un mensaje, ganas de contarle todo a esa persona —enumeró—. La diferencia es que ahora no tengo prisa, no tengo que demostrar nada. Sólo quiero estar presente.

La parte incómoda: las críticas y los comentarios

No todo ha sido celebración. También han aparecido comentarios de quienes, desde la distancia, opinan con ligereza.

—He escuchado de todo —reconoció—. “¿Para qué se casa a esta edad?”, “¿Qué necesidad?”, “Se ve raro”, “Debe haber otra razón”.

En lugar de esquivarlo, decidió enfrentarlo con elegancia.

—Un periodista me preguntó si no temía hacer el ridículo —contó—. Yo le respondí: “A esta altura de la vida, el único ridículo sería vivirla como si ya estuviera terminada”.

El público estalló en aplausos.

—Y si a alguien le incomoda que una mujer de 77 años se vuelva a enamorar y se case —añadió—, esa incomodidad habla más de sus propios miedos que de los míos.

¿Por qué contarlo ahora?

La última gran pregunta del conductor fue directa:

—Si quisiste que la boda fuera íntima, sin cámaras, sin ruido… ¿por qué hablar ahora de esto, en televisión?

Gloria sonrió, con esa mezcla de ironía y ternura de siempre.

—Porque una cosa es vivirlo en privado —explicó— y otra es esconderlo como si fuera algo vergonzoso. Ya tuve suficiente escondiendo cosas que me dolían. Esto, que me alegra, no merece esconderse.

También, dijo, hay algo más:

—Si esta conversación le sirve a una sola persona que está ahí, pensando que ya “se le pasó la micro” para volver a empezar, habrá valido la pena. No estoy aquí para presumir nada. Estoy aquí para decir: se puede.

Miró de nuevo a la cámara, como si hablara con alguien específico.

—No sé cuánto tiempo más me queda —dijo—, nadie lo sabe. Pero sé algo: los años que vengan no los quiero vivir con el freno puesto por miedo al qué dirán.

El verdadero impacto de su confesión

Cuando terminó el programa, en redes ya circulaban fragmentos de su frase:

“Me equivoqué creyendo que la vida sentimental tiene fecha de vencimiento.
Lo que se vence es el miedo”.

Los titulares hablarían de sorpresa, de boda secreta, de nueva pareja. Pero quienes vieron la entrevista completa se quedaron con otra sensación: la de haber presenciado a una mujer que, a los 77 años, tomó el control de su propia narrativa.

No era una adolescente contando un romance nuevo. Era una señora con toda una vida detrás, diciendo sin temblar:

“Todavía me permito elegir. Y esta vez, me elegí a mí también”.

Y quizá ésa fue la verdadera confesión sobre su boda y su nueva pareja: que, más allá del anillo, del vestido, de la ceremonia, lo que selló en ese “sí” fue un pacto consigo misma:

De vivir lo que queda no desde el miedo…
sino desde la posibilidad. 💍❤️