Tras años de rumores, fotos robadas y teorías sobre romances secretos, Nicolás Massú, a sus 46 años, confiesa por fin quién ha sido siempre el amor de su vida y su sorprendente respuesta cambia todo lo que creíamos saber de él

La noche estaba pensada para ser un simple especial deportivo: trofeos, recuerdos olímpicos, anécdotas de vestuario, risas y nostalgia. En el escenario, luces en rojo y blanco, una enorme pantalla de fondo mostrando imágenes de Atenas 2004, raquetas alzadas, abrazos, himnos.

En el centro de todo, sentado en un sillón bajo los reflectores, estaba él: Nicolás Massú, 46 años, mirada madura, sonrisa tranquila, el cuerpo de un extenista que ya aprendió que la gloria dura segundos, pero los recuerdos pesan toda la vida.

El público esperaba lo de siempre: que hablara de los dobles, de la final, de la bandera, del “no se rinde nadie”. Y sí, lo hizo. Pero lo que nadie imaginaba es que, esa noche, en un programa que se vendía como “Homenaje al guerrero”, él iba a entregar algo mucho más delicado que cualquier medalla: la respuesta a una pregunta que lo ha seguido durante años.

“¿Quién es el verdadero amor de tu vida?”

Y, sobre todo, nadie esperaba la respuesta.

El arranque: una entrevista como tantas… hasta la pregunta prohibida

El conductor del programa, un periodista deportivo conocido por ser cercano a los jugadores, empezó suave. Clips de partidos, escenas de vestuario, chistes sobre supersticiones.

—A ver, Nico —dijo en un momento—, todos conocemos al jugador, al capitán, al entrenador. Pero hoy queremos hablar del hombre. ¿Cómo es tu vida a los 46?

Massú sonrió.

—Más tranquila —respondió—. Menos aviones, menos maletas, más silencios.

El público rió. El tono era amable. Recordaron su paso por distintas canchas, sus gritos, sus remontadas imposibles. Él comentaba cada clip con la familiaridad de quien ya puede ver su propia historia con distancia.

Pero el conductor tenía una carta guardada. Una pregunta que, en otros contextos, él habría esquivado con humor.

—Nicolás —soltó, mirando directo a la cámara y luego a él—, hay algo que muchos se preguntan desde hace años. Siempre te han ligado con rumores, con supuestos romances, con historias que nunca confirmas.

Massú hizo un gesto entre risueño y resignado.

—Es parte del juego —contestó.

El periodista insistió, esta vez dejando a un lado el tono deportivo.

—Hoy te lo voy a preguntar así, sin rodeos. A tus 46 años, con todo lo que has vivido…
Hizo una pausa.
—¿Quién es el verdadero amor de tu vida?

El foro se quedó en silencio. El público contuvo el aire. Sabían que estaban ante la pregunta que todos querían escuchar… pero nadie estaba seguro de que él quisiera contestarla.

El silencio antes de la bomba

Nicolás no respondió de inmediato. Bajó la mirada. Jugó con las manos. La cámara hizo un primer plano que reveló algo que pocas veces se ve en televisión: duda real.

Podría haberlo resuelto con un chiste: “el tenis”, “la pelota”, “la selección”, lo típico. Pero no lo hizo.

—Mira que he escapado de esa pregunta años —dijo, medio en serio, medio en broma—.

El conductor apoyó los codos sobre las rodillas, acercándose un poco más.

—¿Y si hoy no escapas? —propuso—. No por morbo, sino porque a mucha gente le gustaría conocer esa parte tuya que siempre guardas.

Massú respiró hondo. El público seguía en silencio.

—Está bien —concedió—. Hoy lo voy a decir.

La frase cayó como un trueno suave. La pantalla del fondo mostró imágenes suyas alzando los brazos en Atenas. Pero lo que venía ya no tenía que ver con puntos ganados ni sets.

Lo que todos esperaban… y lo que nadie vio venir

—Durante años —empezó Nicolás—, se ha dicho de todo. Que si era tal persona, que si era tal otra, que si me vieron con alguien en un restaurante, que si me sacaron una foto en un aeropuerto…

Sonrió, pero esta vez con cierto cansancio.

—Y mientras todos jugaban a adivinar, yo estaba cuidando algo que para mí siempre fue más grande que cualquier titular.

Se acomodó en el sillón, como quien se prepara para una final distinta.

—El verdadero amor de mi vida… —repitió, saboreando cada palabra— no es una relación secreta. No es una actriz, ni una modelo, ni alguien famoso.

La tensión aumentó.

—El verdadero amor de mi vida es esa persona que me vio perder mucho antes de verme ganar.

El conductor frunció el ceño, intrigado.

—¿Estás hablando de…?

Massú asintió, con una mezcla de orgullo y ternura que no intentó ocultar.

—Sí. De mi mamá.

El público explotó en un aplauso espontáneo, largo, de esos que no necesitan señal del productor. No era la respuesta escandalosa que algunos esperaban, pero sí la más honesta que podía dar.

“Ella fue mi hincha cuando nadie sabía quién era yo”

La pantalla cambió y empezó a mostrar fotos: una cocina sencilla, un niño con raqueta más grande que el brazo, una mujer joven sentada en la tribuna con los ojos brillando, sin maquillaje de televisión, sin glamour, con ese tipo de amor que no busca cámara.

—Mi mamá —dijo Nicolás, con la voz más suave— fue la primera persona que apostó por mí sin tener idea de cómo iba a terminar esta historia.

Contó de madrugadas heladas en clubes pequeños, de partidos de niños donde no había prensa, ni internet, ni entrevistas. Sólo padres medio dormidos sosteniendo termos de café y gritando nombres.

—Mientras otros chicos tenían a sus papás gritando “¡dale, campeón!”, la mía gritaba “¡disfruta, hijo, disfruta!”. Y eso, créanme, hace una diferencia enorme.

Relató cómo ella vendió cosas, ajustó gastos, reorganizó la vida entera para financiar raquetas, viajes, entrenamientos.

—Yo no sabía cuánto le costaba —admitió—. Lo entendí muchos años después, cuando vi las cuentas, cuando vi la cara de cansancio, cuando empecé a hacer memoria de todo lo que ella dejaba de lado para que yo pudiera seguir.

Se detuvo un momento, tragó saliva y añadió:

—Si hay alguien que puede decir que estuvo en todos los puntos de mi vida, buenos y malos, es ella.

El día que estuvo a punto de dejarlo todo… y quién lo sostuvo

El conductor, con evidente emoción, le preguntó si hubo un momento en el que casi se rindió.

—Sí, varios —respondió Massú—. Pero hay uno que no se me va a olvidar nunca.

Contó que, cuando era adolescente, vivió una racha de derrotas. Torneo tras torneo, se volvía a casa con las manos vacías y el corazón pesado.

—Me comparaba con los demás —dijo—. Veía que otros avanzaban más rápido, que ya tenían resultados, que ya hablaban de ellos. Yo sentía que estaba empantanado.

Una noche, después de una derrota especialmente dura, llegó a su casa, tiró la raqueta en un rincón y dijo la frase que, según él, su mamá menos quería escuchar:

—“Hasta aquí llego. No sirvo para esto”.

El público lo escuchaba en absoluto silencio.

—Ella no hizo drama —recordó—. No lloró, no me dio un discurso largo. Se quedó callada un rato, luego se acercó, recogió la raqueta del suelo, me la puso en la mano y me dijo: “No sé si vas a llegar a donde sueñas, pero sé que al día siguiente te vas a arrepentir de rendirte así”.

Lo miró fijamente.

—“Si un día quieres dejar esto, lo dejamos juntos. Pero no lo vamos a dejar después de un mal día. Jamás después de un mal día”.

Nicolás sonrió, con lágrimas contenidas.

—Y créanme —añadió—, esa frase me ha seguido toda la vida, incluso fuera del tenis.

El amor que no pidió nada a cambio

Lo impactante de la historia no era sólo lo que ella hizo cuando él era joven, sino lo que siguió haciendo cuando llegaron los éxitos.

—Cuando aparecieron las medallas, las entrevistas, los viajes, todos cambiaron —contó—. La gente me trataba distinto, los saludos eran otros, los aplausos eran más fuertes. Todos querían algo: una foto, un comentario, una entrada, un favor.

Se inclinó hacia el frente, enfatizando.

—Ella fue la única que no me pidió nada.

Relató cómo su madre siguió tratándolo como siempre: recordándole que se abrigara, preguntándole si había comido, reclamándole si no llamaba seguido, regañándolo si se le subía el ego.

—Una vez —dijo, entre risas—, llegué inflado después de un partido importante. En todos lados me decían “ídolo”, “héroe”, “leyenda”. Yo, feliz. Entré a la casa esperando lo mismo y ¿saben qué fue lo primero que me dijo? “Sácate las zapatillas, que traes toda la tierra del club adentro”.

El público estalló en carcajadas.

—Ese es el amor que te salva —añadió—. Ese que no está enamorado de tu personaje, sino de tu persona.

El verdadero “silencio” que rompió a los 46 años

El conductor volvió a la pregunta inicial.

—Entonces, cuando decimos “a los 46 años, Nicolás Massú rompe el silencio”… ¿de qué silencio hablamos? Porque de tu mamá siempre se ha sabido que es importante para ti.

Él negó con la cabeza.

—No de ella —aclaró—. Del mío. Del que yo me impuse durante años.

Explicó que, aunque siempre la mencionaba en entrevistas, nunca había profundizado en lo que realmente ella significaba para él. Siempre se quedaba en frases generales: “mi familia es importante”, “agradezco el apoyo”, “no estaría aquí sin ellos”.

—Nunca me detuve a decir con claridad: “Esta mujer es el amor más grande de mi vida”. Porque siempre creí que esa frase tenía que estar reservada para una pareja, para algo más… romántico.

Hizo una pausa larga.

—Hoy, con todo lo vivido —continuó—, me doy cuenta de que parte de esos silencios también duelen. Y no quiero seguir sin decirlo como corresponde.

Miró directamente a cámara, sabiendo que ella, en algún lugar, estaría viendo.

—Mamá —dijo, con la voz quebrada—, si alguna vez te dejé con la duda, si alguna vez mis silencios te hicieron pensar que otras cosas eran más importantes, hoy te lo digo claro: tú eres el verdadero amor de mi vida. Lo has sido desde el primer día, y lo vas a ser hasta el último.

El público se puso de pie. Hubo aplausos, algunos ojos rojos, sonrisas entre el staff.

Más allá de la familia: otro amor que lo sostiene

El conductor, conmovido, decidió profundizar un poco más.

—Si tu mamá es el amor número uno, ¿qué lugar ocupa el tenis en todo esto?

Massú sonrió.

—El tenis fue mi historia de pasión —respondió—. Me dio todo y me quitó cosas también. Es un amor intenso, celoso, que no te deja pensar en otra cosa cuando estás en medio de una temporada.

Pensó unos segundos.

—Pero incluso el tenis, cuando se volvió pesado, fue más llevadero porque ella estaba ahí. Cuando perdía y sentía que el mundo se me venía encima, su manera de decir “no pasa nada, mañana entrenas otra vez” era lo que hacía que ese amor por el deporte no se muriera.

Confesó algo que pocos sabían:

—Hubo un tiempo, después de retirarme, en que me enojé con el tenis —dijo—. Sentía que me había pasado la cuenta el cuerpo, la mente, todo. No quería ver un partido, no quería saber de nadie, no quería pisar una cancha.

El conductor lo miró asombrado.

—¿Y qué te hizo reconciliarte?

—¿Adivina? —respondió él, sonriendo—. Ella.

Contó que su madre le dijo, con esa franqueza que la caracterizaba:

—“Tú sin el tenis no eres tú. No porque no valgas nada sin raqueta, sino porque aprendiste a querer a través de ese deporte. No pelees con lo que te dio tanta vida”.

Lo que queda cuando se apagan las luces

Hacia el final del programa, el conductor le dio la palabra para un mensaje final. Podría haber hablado de proyectos, de recuerdos, de estadísticas. Eligió otra cosa.

—Si algo he aprendido a los 46 —dijo Massú— es que cuando se apagan las luces del estadio, cuando el público se va, cuando la prensa se concentra en otro, lo que queda no son las medallas. Lo que queda es quién se sienta contigo en la mesa de la cocina.

Se tomó un segundo más.

—Muchos estuvieron conmigo en los momentos altos —añadió—. Muy pocos en los bajos. Y ella estuvo en todos. Por eso, hoy, si me preguntan “¿quién es el amor de tu vida?”, no tengo que pensar mucho.

El conductor asintió, respetuoso.

—Tal vez no era la respuesta que algunos esperaban —bromeó—.

Nicolás rió.

—Seguro —admitió—. Algunos estarán decepcionados de que no hay historia de película, de esas de alfombra roja. Pero la verdad es que sí hay historia de película: sólo que la protagonista es una madre que se sentó en tribunas vacías muchísimo antes de que aparecieran las cámaras.

El verdadero titular

Cuando el programa terminó, el equipo entero sintió que había sido testigo de algo distinto. No un escándalo, no un romance oculto, no una pelea revelada. Algo más simple, más profundo y, por eso mismo, más raro de ver en televisión: un hombre adulto poniendo en palabras, sin vergüenza, el lugar que ocupa su madre en su corazón.

Al día siguiente, los titulares fueron inevitables:

“A los 46 años, Nicolás Massú confiesa que el amor de su vida no es el que todos creían”.

Pero lo que no cabía en una sola línea era la esencia de lo que se dijo esa noche:

Que, a pesar de los rumores, de las conjeturas, de las historias inventadas, hay amores que no necesitan ser secretos ni escándalos para ser gigantes.

Que a veces, el “verdadero amor de tu vida” no es alguien que llega, sino alguien que estuvo ahí desde siempre.

Y que, detrás del guerrero, del deportista, del entrenador, hay un hijo que, aunque le costó años decirlo en voz alta, finalmente se atrevió a mirar a cámara y admitirlo sin miedo:

“El mayor título de mi vida no lo gané en una cancha.
Lo gané teniendo una madre que nunca dejó de creer en mí.”