Habían sido inseparables desde el primer día. Sofía recogió a Gerda —una diminuta cachorrita de pastor alemán— al borde de la carretera, bajo la lluvia, cuando solo tenía dieciocho años.
Desde entonces habían pasado siete años. Gerda se convirtió en una perra inteligente, cariñosa e increíblemente leal, que acompañaba a Sofía a todas partes: en la alegría, en la tristeza, en los exámenes, en las mudanzas, e incluso el día que conoció a su futuro prometido.
Y llegó el día de la boda. Sofía, vestida con un delicado vestido blanco de encaje con una larga cola, una ligera diadema en la cabeza, y decenas de invitados detrás de ella.
A su lado —Gerda. Su fiel compañera. Incluso “participó” en la ceremonia: llevaba un lazo blanco sencillo y solo tenía que caminar junto a la novia hacia el altar.
Pero justo en ese momento ocurrió algo que dejó a todos conmocionados.
Cuando comenzó la música y Sofía dio su primer paso, Gerda de repente gruñó. Se plantó delante de ella, impidiéndole avanzar.
Ladraba, tiraba del dobladillo del vestido con los dientes, lo rascaba con las patas. Quedaron marcas de barro en el vestido blanco, pero Gerda no se detenía.
Confundida, Sofía se inclinó para calmar a su amiga. Le acariciaba la cabeza y le susurraba:
— Tranquila, pequeña, todo está bien…
Pero entonces notó algo espantoso…
La pata delantera de Gerda estaba doblada de forma antinatural, y con cada movimiento, el perro contenía el dolor. Shock. Ansiedad.
Eso no había pasado en la mañana. Gerda estaba perfectamente sana. Habían salido a pasear juntas hasta justo antes de la ceremonia. ¿Cómo pudo suceder?
Sofía se giró bruscamente hacia los invitados:
— ¿Alguien vio qué le pasó a Gerda?
Silencio. Luego, una voz tímida desde atrás:
— Yo… yo lo vi. Ella corrió hacia tu prometido, y él… la pateó. Fuerte.
Sofía se quedó paralizada. El prometido palideció, tratando de decir algo, pero no pudo.
En ese momento, ella entendió todo. Recordó pequeños detalles: cómo Gerda nunca se acercaba a él, cómo lo evitaba. Cómo se enojaba cuando el perro se acostaba entre ellos en el sofá. Pero no le dio importancia.
Ahora todo estaba claro.
Sofía levantó la cabeza. En voz alta, firme, conteniendo el temblor en su voz, dijo:
— No habrá boda.
Un silencio ensordecedor. Los invitados no podían creer lo que oían. Y ella ya sostenía a Gerda en brazos, a pesar del vestido blanco manchado y rasgado.
— La llevaré al veterinario.
Se fue sin mirar atrás. Al principio todos permanecieron inmóviles. Luego comenzaron a aplaudir. Admirando su fuerza. Su decisión. Su amor.
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