El autobús se detuvo en la ruidosa terminal de autobuses. Bajo el intenso sol del inicio del verano, una joven mujer bajó llevando a un niño de unos tres años.

En sus manos solo tenía una bolsa de tela descolorida, dentro había algunas prendas de vestir y una hoja de papel con una dirección escrita cuidadosamente.

Su nombre era Sofía. Ella solía ser una chica de pueblo sincera, que vivía en una pequeña aldea en medio del caluroso y ventoso Oaxaca.

Cuatro años atrás, se enamoró de un hombre que llegó a la aldea para trabajar en un proyecto.

Su nombre era Javier, un hombre apuesto y cortés que le había prometido llevarla a la Ciudad de México para construir un hogar juntos.

Pero cuando Javier supo que Sofía estaba embarazada, desapareció. Sin dejar un mensaje. Sin una llamada telefónica. La familia de Sofía la regañó y la echó.

Ella, con su embarazo avanzado, vivió de la caridad de su abuela hasta que dio a luz a su hijo.

Ahora, el niño tenía más de tres años. Cada vez que preguntaba: “¿Dónde está mi papá, mamá?”, Sofía solo podía abrazarlo y tragar sus lágrimas.

Pero hoy, no quería seguir escondiéndose. Quería encontrarlo, no para exigirle nada, sino para que su hijo supiera quién era su padre.

Sofía se paró frente al alto edificio en el centro de la Ciudad de México. Allí estaba la empresa de Javier, ahora director ejecutivo de una importante constructora. Entró con su hijo en brazos, con las piernas temblándole.

La recepcionista la miró con cierta incomodidad cuando Sofía dijo que quería ver a Javier. Después de varias llamadas, finalmente un hombre salió de la oficina. Era él, el hombre en el que una vez confió con todo su corazón.

Javier se detuvo brevemente al verla. Pero su mirada rápidamente se volvió fría e indiferente:

– ¿Qué haces aquí?

A Sofía se le hizo un nudo en la garganta, señalando al niño que tímidamente se escondía detrás de ella:

– Este es tu hijo… No vine a molestarte, solo quiero que lo veas una vez.

Javier se rió, sus ojos sin rastro de emoción:

– ¿Estás loca? ¿Mi hijo? ¿Qué pruebas tienes? No tengo nada que ver contigo.

– No necesito nada… solo una confirmación, para que él pueda llamarte papá…

– ¡Suficiente!

– Gruñó, mirando de reojo a los guardias de seguridad

– ¡Saquen a estas personas de aquí!

Antes de que Sofía pudiera decir algo más, fue sacada del vestíbulo. Cayó en los escalones de la entrada, y el niño, asustado, rompió a llorar.

Los transeúntes se detuvieron a mirar; algunos negaron con la cabeza, otros mostraron compasión.

Pero Javier, todavía detrás del cristal del segundo piso, se dio la vuelta, frío como si nunca la hubiera conocido.

Ese día, Sofía se sentó en la acera toda la tarde. El niño, con el estómago vacío, se quedó dormido acurrucado en su regazo.

Ella lloró hasta que se le secaron las lágrimas. Pero luego, se secó la cara, levantó a su hijo y se puso de pie.

No podía derrumbarse. Por su hijo.

Empezó a buscar trabajo. Primero lavando platos en un pequeño restaurante. Por la noche, aceptaba trabajo extra cosiendo en su humilde habitación.

Las dificultades se acumularon, pero cada vez que veía sonreír a su hijo, encontraba más motivación.

Tres años pasaron. Sofía ya no era la chica de pueblo tímida de antes. Había ahorrado dinero para abrir una pequeña panadería.

Los panes que hacía con todo su corazón se hicieron famosos por su dedicación y su sabor especial. Le enseñó a su hijo a ser educado y obediente.

El niño ya no preguntaba por su padre, porque para él, su madre lo era todo.

Un día, un hombre de mediana edad y aspecto elegante entró en la panadería. Sofía se quedó paralizada: era Javier.

Él miró alrededor y luego se mostró incómodo cuando sus miradas se cruzaron.

– Yo… escuché que el pan aquí es delicioso…

– Dijo, luego dudó

– ¿El niño… realmente es mi hijo?

Sofía no respondió. Solo lo miró con una expresión serena, sin rencor, sin ira; solo la mirada de una madre que había superado todo el dolor.

Javier bajó la cabeza: – Yo… lo siento… Hace tres años, fui cobarde y egoísta. Ahora lo he perdido todo: mi esposa me dejó, mi empresa está en caos… recién ahora me doy cuenta de lo más importante que perdí…

Miró al niño que jugaba en una esquina de la tienda, con la mirada perdida: – No espero ser perdonado, solo desearía… tener la oportunidad de cumplir con mis responsabilidades.

Sofía permaneció en silencio por unos segundos. Luego dijo suavemente: – Mi hijo no carece de nada. Tiene una madre, tiene amor. No necesitas hacer nada… solo que en el futuro, si pregunta por su padre… no lo lastimes otra vez.

Javier asintió. Sus ojos se humedecieron. Se fue en silencio, dejando a Sofía inmóvil detrás del mostrador.

La historia de la madre soltera que crió a su hijo, después de haber sido rechazada en medio del bullicio de la ciudad, hizo llorar a muchas personas.

Pero el final no fue de odio, sino de fortaleza, de amor y de la generosidad de una madre.

Sofía no necesitaba un título. No necesitaba que el hombre regresara. Lo que ella necesitaba… era que su hijo creciera con amor y orgullo por la madre que había sacrificado todo por él.