El lúgubre sonido de las trompetas fúnebres se mezclaba con el repiqueteo de la lluvia sobre el viejo techo de hojalata. El patio apestaba a tierra húmeda y cera de vela. En el centro, un ataúd dorado descansaba sobre dos sillas de madera, su resplandor titilaba a la luz temblorosa de las velas. Los rostros reunidos estaban pálidos y silenciosos, con los labios apretados por el temblor del dolor. Habían venido a despedir a Elena, la joven nuera que había fallecido tras un parto prematuro.

Solo tenía veinticinco años. Desde el día en que llegó a casa de su esposo, Elena había tratado a sus suegros como a sus propios padres. Reía con facilidad, se levantaba temprano, acarreaba agua del pozo y jamás se quejó del viento ni de la capa de polvo que se acumulaba cada noche. Doña Helena, su suegra, solía acariciarle la mejilla y decirle que era una bendición de Dios. Esa bendición había durado menos de un año.

En la fatídica noche, Elena se dobló en dos, agarrándose el vientre con ambas manos, susurrando oraciones con la respiración entrecortada. Luis corría descalzo bajo la lluvia, gritando pidiendo ayuda. Las luces del hospital eran frías, blanquiazules; se oían pasos por los largos pasillos; una puerta se cerró de golpe. El bebé no lloró. Elena no volvió a despertar.

El patio que una vez albergó su risa ahora solo albergaba lluvia y el tenue silbido de las velas. Luis se encontraba bajo su retrato: Elena, con el cabello trenzado y una sonrisa que podía suavizar el mundo, extendiéndose hacia arriba como si el calor pudiera regresar a través del tacto. Sus dedos solo encontraron el cristal frío y resbaladizo, mojado por la lluvia arrastrada por el viento.

Cuando llegó el momento de llevársela, ocho jóvenes del pueblo se adelantaron. Deslizaron las manos bajo el ataúd, se apoyaron en la espalda y tiraron. Nada. Lo intentaron de nuevo, con los músculos tensos y las botas rozando los ladrillos. Aun así, no se movía.

“Es como si estuviera clavado al suelo”, susurró alguien.

Un anciano se santiguó y murmuró: «Sigue triste. No puede irse».

Los murmullos se extendieron y luego se silenciaron cuando el chamán de la aldea dio un paso al frente. No necesitaba alzar la voz. No lo necesitaba.

Abre el ataúd dijo. Todavía tiene algo que decir.

La tapa cedió. Las bisagras suspiraron suavemente. Y entonces ocurrió lo imposible. Dos lágrimas resbalaron por el rostro de Elena. Se aferraron a sus pestañas antes de caer sobre su piel, brillando frágilmente en la penumbra. Sus ojos entrecerrados, húmedos y luminosos, miraban fijamente hacia un lugar que nadie más podía ver.

A Doña Helena se le doblaron las piernas. Cayó de rodillas, aferrándose a la mano de Elena, con la voz quebrada, como si una sola palabra más la destrozara por completo: «Elena… no llores más. Si hay algo que no hayas dicho, dilo ahora, hija. Habla antes de irte».

El patio se congeló. Incluso la lluvia parecía amainar. Las velas se estabilizaron, como si escucharan.

Un sollozo desgarrador rompió el silencio. Luis se desplomó, con las manos sobre el rostro y los hombros temblando violentamente. La mirada de doña Helena se fijó en él: penetrante, dolorosa, temblorosa. «Luis… ¿qué pasa? ¿La oíste?»

Levantó la cabeza. Tenía los ojos hinchados y rojos, y los labios le temblaban. Las palabras le rasparon la garganta como grava.

“Fue mi culpa”, dijo. “Se fue con el corazón roto”.

Se contuvo la respiración. Alguien empezó a llorar desconsoladamente.

Luis presionó su frente contra la tapa del ataúd y dejó que la verdad saliera a borbotones, porque ya no había dónde esconderla.

Ella lo sabía todo. Sabía que la traicioné. No gritó. No me maldijo. Simplemente se agarró el vientre y lloró en la almohada toda la noche. Prometí acabar con esto. Lo juré. Pero ya había roto algo irreparable. El dolor empezó antes del amanecer, y al anochecer ya se había ido.

Su voz se quebró, y esa astilla cortó cada corazón que la oyó.

Lo siento susurró, y luego gritó, como si el volumen pudiera alcanzar a los muertos: ¡Lo siento! Perdóname, Elena. ¡Fui un cobarde!

Doña Helena se inclinó sobre el ataúd; sus lágrimas eran indistinguibles de la lluvia. «Dios mío», gimió, «¿por qué tuviste que sufrir tanto? Perdóname, niña. Perdóname».

El viento se deslizó por el patio, levantando la tela que cubría el borde del ataúd. Las trompetas se hundieron en un profundo y monótono dolor. La cera de las velas se acumuló, brillando como miel fría.

Luis apoyó las palmas de las manos sobre la tapa. «Puedes odiarme. Puedes enojarte. Puedes dar la espalda para siempre. Pero por favor… por favor, déjanos llevarte a tu descanso. No te quedes aquí conmigo. No te ates a mi pecado».

El ataúd se estremeció, apenas como si acabara de exhalarse un suspiro.

El chamán cerró los ojos y asintió. «Se ha soltado».

Esta vez, los ocho jóvenes dieron un paso al frente. Sus manos tocaron la madera. El ataúd se levantó con facilidad, como si hubiera estado esperando permiso. Las trompetas volvieron a sonar bajo la lluvia. Cabezas inclinadas. Se trazaron cruces. La procesión se deslizó desde el patio: pies silenciosos, paraguas negros, una larga fila de pérdida que fluía hacia la calle.

Luis no lo siguió. Se desplomó sobre los ladrillos empapados, con las rodillas despatarradas y la ropa pegada al cuerpo. La lluvia se acumuló en un pequeño arroyo que cruzaba el patio y fluía hacia el oscuro rectángulo donde había descansado el ataúd. Contempló aquella figura negra como si quisiera que se lo tragara entero.

La lluvia no cedía. Tamborileaba contra las baldosas, contra sus hombros, contra el vacío que el dolor había tallado en su pecho. Luis ya no sentía el frío. Solo sentía el peso del silencio, oprimiendo el silencio donde una vez vivió la voz de Elena, donde una vez su risa iluminó el patio como el amanecer.

Cerró los ojos y la vio de nuevo de pie en la cocina, con las mejillas cubiertas de harina, tarareando suavemente mientras daba forma a la masa con sus delicadas manos. Recordó cómo ella siempre le reservaba una porción, sonriendo como si cada pequeño gesto fuera amor mismo. Y él, cegado por la vanidad y el deseo egoísta, la había desperdiciado por una tentación fugaz.

Cada recuerdo regresaba ahora como un castigo. La forma en que Elena se apoyaba en la puerta, esperándolo al anochecer. El brillo de sus ojos al contarle lo del bebé, su voz temblorosa de alegría. Esos mismos ojos se habían llenado de lágrimas silenciosas la noche en que descubrió su traición. Él lo había visto. Había fingido no verlo. Ese silencio había sido más agudo que cualquier grito y le había truncado la vida.

El patio se vació. Las trompetas se apagaron en la distancia, reemplazadas por el llanto del cielo. Solo Luis permaneció, arrodillado en su desgracia. Por primera vez, comprendió lo que significaba destruir algo eterno, no con violencia, sino con negligencia, con cobardía, con traición.

Pasarían los días, los meses, los años. La casa se derrumbaría, la lluvia desgastaría la piedra, pero su ausencia jamás la erosionaría. Cada noche se despertaba empapado en sudor, oyendo sollozos fantasmales, viendo sus pestañas mojadas por las lágrimas que habían caído tras la muerte. Ninguna oración podría borrarlo. Ningún tiempo podría sanarlo.

Porque algunas heridas no se graban en la carne, sino en el alma. Y el alma recuerda para siempre.