Larisa no recordaba en qué momento había comenzado a morir en vida, solo sabía que llevaba años haciéndolo. Al principio fue lento: una palabra áspera de Gleb, una mirada indiferente, una decisión sin consultarla. Después vinieron los gritos, las manipulaciones, el aislamiento. Pero lo que no esperaba era que la llevara a una cabaña en medio del bosque con la intención de abandonarla allí. De matarla.
El dolor le recorría cada hueso como un veneno helado. Apenas podía mantenerse de pie. A cada paso, sentía que el alma se le deshacía. Y aun así, seguía caminando. No por Gleb. No por esperanza. Por orgullo, por no darle el placer de verla caer.
—Vamos, cariño, ya casi llegamos
—decía él con una sonrisa hueca, que ya no pretendía engañarla.
La cabaña era un monstruo viejo de madera podrida, tan olvidado como las promesas que él alguna vez le hizo. Larisa sintió náuseas. No por el moho, sino por el engaño.
—¿Estás seguro de que aquí vive la curandera?
—preguntó, aunque ya conocía la respuesta.
—Claro —dijo Gleb, empujándola como si fuera un saco de papas.
La dejó caer en un banco de madera. La madera crujió como su cuerpo. Y entonces lo escuchó: su confesión. La carcajada cruel. El anuncio de su sentencia: la dejaría morir, y los animales se encargarían del resto.
Y justo cuando todo parecía perdido… apareció la niña.
Vestía una chaqueta ajena, como si el mundo entero le quedara grande, y sin embargo su voz estaba llena de vida. Una chispa en medio de la podredumbre.
—¡No tengas miedo!
—le dijo la pequeña.
Larisa, confundida, creyó estar alucinando. Pero la niña hablaba con tanta naturalidad que su presencia se volvió real. Habló de su padre, un hechicero, de platos sucios y de una madre que ya no estaba. Y luego desapareció con la promesa de volver.
Y Larisa, por primera vez en mucho tiempo, sintió que algo dentro de ella quería sobrevivir.
Gleb no se dio cuenta del cambio inmediato. Siguió girando como un depredador, convencido de que Larisa era la misma mujer quebrada de siempre.
—¿Qué fue eso? ¿Una niña? ¿Ya estás viendo cosas?
Pero ella se levantó. Lenta, tambaleante, sí… pero de pie. Su voz era baja, pero firme:
—No tengo más que darte. Y no pienso seguirte el juego.
Gleb sintió un escalofrío. No era miedo, aún no. Era desconcierto. ¿Dónde estaba la mujer sumisa que conocía? ¿Quién era esa que lo miraba con fuego en los ojos?
Y entonces… un ruido.
Un motor en la distancia.
Una figura entre los árboles.
Un hombre con una chaqueta vieja, y ojos tan profundos como el mismo bosque.
—¿Larisa?
—dijo
—. Soy el hechicero. He venido a ayudarte.
Gleb se rió. Una risa rota, desquiciada.
—¿Un hechicero? ¿Qué es esto, un cuento infantil? ¡Lárgate!
Pero el hombre levantó la mano. Un resplandor azul apenas visible iluminó sus dedos, y de pronto Gleb se quedó inmóvil, como si el tiempo mismo lo hubiera detenido.
—No puedes hacerle daño. Ni a ella ni a nadie más
—dijo el hechicero con voz grave.
Larisa sintió que el aire regresaba a sus pulmones. Dio un paso al frente, mirando a Gleb con una mezcla de tristeza y resolución.
—Tú decidiste tu camino
—le dijo
—. Yo apenas voy a comenzar el mío.
Y caminó. No huyó. No corrió. Caminó con el hechicero hacia lo desconocido.
El bosque la recibió como si siempre la hubiera estado esperando. A cada paso, su cuerpo se sentía menos roto. El hechicero caminaba en silencio a su lado, sin forzarla, sin juzgarla. Solo estando ahí.
—¿Quién eres realmente?
—preguntó Larisa al fin.
—Alguien que alguna vez amó, y perdió. Alguien que sabe lo que es quedarse sin nada. Mi hija me trajo hasta ti. Ella vio algo en ti que tú ya habías olvidado: vida.
Larisa bajó la mirada. Lloró en silencio, por todo lo que perdió, por todo lo que permitió. Pero esas lágrimas no eran de debilidad. Eran de limpieza.
Días después, Larisa vivía en una pequeña cabaña cercana al río, construida por el hechicero con ayuda de magia y madera vieja. Era simple, pero era suya. Aprendía cosas nuevas cada día: a recoger hierbas medicinales, a preparar ungüentos, a leer los símbolos antiguos que el hechicero le mostraba.
Descubrió que la niña se llamaba Yana. Que era inquieta, pero amorosa. Que cantaba canciones sin sentido y hablaba con las ardillas. Larisa se encariñó con ella más rápido de lo que imaginaba.
—¿Quieres quedarte con nosotros para siempre?
—le preguntó Yana una tarde.
Larisa se rió, acariciándole el cabello.
—Eso quiero. Si ustedes me lo permiten.
Mientras tanto, en la vieja cabaña donde comenzó todo, Gleb vivía un infierno. No físico, no al principio. Pero el bosque tenía sus propias formas de castigo.
Las noches eran eternas. Escuchaba pasos fuera que nunca llegaban. Voces que susurraban su nombre. A veces, veía sombras moverse entre los árboles. Nadie venía a buscarlo. Nadie respondía a sus gritos. Su celular se quedó sin batería al tercer día. El mundo lo había olvidado.
Y lo peor: comenzó a ver a Larisa. No a la mujer enferma que abandonó. Sino a la nueva. Fuerte. Sonriente. Caminando con una niña tomada de la mano.
—¡No es real!
—gritaba, entre lágrimas
—. ¡No es real!
Pero lo era.
La magia no siempre es una bendición. A veces, es justicia.
Meses después, Larisa miró su reflejo en el lago. Ya no era la mujer frágil y temerosa. Era otra. Había aprendido a confiar. A sanar. Y aunque las cicatrices seguían ahí, ya no dolían. Eran parte de su historia.
El hechicero, cuyo verdadero nombre era Dmítri, la miraba desde el porche de la cabaña. Sabía que ella tenía el poder de decidir su futuro.
Una noche, Larisa se acercó a él.
—Gracias por salvarme.
Él la miró, sonriendo.
—Tú te salvaste sola. Yo solo te mostré el camino.
Ella lo besó. No por gratitud. Por amor. El verdadero. El que no hace daño. El que no exige. El que solo… está.
Y Gleb…
Gleb se convirtió en leyenda del bosque. Algunos dicen que aún camina entre las sombras, susurrando nombres. Otros, que los árboles crecieron torcidos alrededor de su cabaña, como si el bosque mismo lo hubiera aprisionado.
Pero Larisa nunca volvió a mirar atrás.
Porque su historia, al fin, ya no era un cuento de horror.
Era un nuevo comienzo.
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