Así empieza el testimonio de Amarachi, una mujer cuya vida es ejemplo de cómo la compasión, la resiliencia y la educación pueden transformar incluso la más trágica de las infancias. Su historia, tejida entre las calles de Veracruz y los pasillos de una escuela hoy renombrada, es la de una niña que convirtió los huesos en un trono y el hambre en esperanza.

Me llamo Amarachi, aunque en mi barrio muchos me decían “la huérfana”. Perdí a mis padres cuando tenía seis años, en un incendio que devoró nuestra casa de madera y palma. Recuerdo el humo, los gritos y el silencio después. Mi casero, don Filemón, fue el primero en llegar tras los bomberos.

—Tu gente está maldita, niña. No puedo quedarme con el hijo de una bruja —dijo, cruzando los brazos, mientras yo temblaba en la banqueta.

No tuve más remedio que huir. Caminé durante días, pidiendo limosna, hasta llegar a Veracruz puerto. Dormía bajo un puente cerca del mercado Hidalgo. Mendigaba comida en los puestos, a veces me daban un bolillo duro, a veces solo miradas de lástima. Aprendí a sobrevivir sola, a no confiar en nadie.

Una mañana, mientras buscaba algo que comer, vi a un grupo de estudiantes con uniformes verdes y mochilas nuevas entrando por la puerta de una escuela grande: la Real Academia Kingsway. El olor a comida caliente salía por la ventana de la cocina y me hizo recordar a mi mamá. Me acerqué, siguiendo el aroma, hasta la puerta trasera.

Allí, una mujer de mandil blanco y sonrisa amable estaba sacando la basura. Me miró de reojo, como quien reconoce el hambre.

—¿Tienes hambre, mija? —me preguntó en voz baja.

Asentí, sin poder hablar. Ella buscó en una olla y me pasó una bolsa de nailon con arroz rojo y un pedazo de pollo.

—Toma, pero no digas nada. Y vete antes de que te vean los maestros.

No supe su nombre hasta mucho después, pero desde ese día la llamé Mamá Risi. Así comenzó mi rutina: cada día, a la hora del recreo, esperaba junto a la puerta trasera. Mamá Risi siempre encontraba algo para mí: a veces huesos, a veces cortezas de pan, pero siempre con una sonrisa y una palabra cariñosa.

—Come, mi niña, que el mundo ya te ha quitado bastante.

Después de comer, me sentaba en una roca detrás del muro de la escuela. A través de las grietas, escuchaba las clases: poemas, tablas de multiplicar, canciones de historia. Memorizaba todo lo que podía. Por las noches, me preguntaba si alguna vez podría sentarme en un pupitre, con un cuaderno de verdad.

Un día, mientras recitaba en voz alta un poema de Sor Juana que había escuchado, un profesor de la escuela me oyó desde el otro lado de la barda.

—¿Quién anda ahí? —preguntó, asomándose.

Me asusté y salí corriendo, pero al día siguiente, el mismo maestro me esperaba en la puerta trasera. Traía consigo un libro, un cuaderno y un lápiz.

—¿Te gusta aprender? —me preguntó.

Asentí, sin atreverme a mirarlo a los ojos.

—Ven, siéntate aquí. Nadie tiene por qué enterarse. Pero prométeme que vas a estudiar mucho.

Así empecé a asistir a la escuela de manera invisible. Mamá Risi me dejaba entrar por la puerta de servicio y me sentaba al fondo de la clase de tercero, descalza y con la ropa vieja. Después de clase, barría los salones y fregaba los pisos con ella.

—Eres como mi sombra, Amarachi —decía Mamá Risi—. Pero las sombras también pueden brillar.

No falté a ninguna clase, ni siquiera cuando la fiebre de la malaria me tumbó varios días. Mamá Risi me cuidó, me dio infusiones y me tapó con su propio rebozo.

—No te me vayas a morir, chamaca. Eres más fuerte de lo que crees.

Los otros niños me llamaban “radiohead” porque siempre me veían murmurando lecciones o recitando poemas en voz alta, como si tuviera una radio en la cabeza. Nadie sabía mi nombre. Nadie preguntaba de dónde venía.

A los diecisiete años, el director de la escuela, don Ignacio, revisaba la lista de alumnos para el examen final de bachillerato.

—¿Quién inscribió a esta muchacha? —preguntó, señalando mi nombre.

Mamá Risi, sin dudar, respondió:

—Es mi sobrina, señor. La traje del pueblo.

El director frunció el ceño, pero no dijo nada más. Presenté el examen con el apellido de Mamá Risi. Saqué ocho sobresalientes. No hubo celebración, ni fotos, ni fiesta. Solo yo, sentada bajo el árbol de mango, sosteniendo mi resultado y llorando de alegría.

Pasaron años de silencio. Trabajé en el mercado, vendiendo fruta y limpiando casas. Pero nunca dejé de estudiar. Guardaba mis libros en una bolsa de tela y leía cada vez que podía.

Un día, una pareja de misioneros llegó al barrio. Me vieron leyendo en la banqueta y me preguntaron:

—¿Quieres estudiar en la universidad?

No lo dudé. Me ayudaron a conseguir una beca para estudiar Administración de Empresas en la UNAM. Viajé a la Ciudad de México, donde todo era nuevo y aterrador. Pero me acostumbré. Me gradué con honores y, gracias a una beca, pude viajar al extranjero.

En Inglaterra, descubrí un mundo diferente. Aprendí inglés, trabajé de mesera y estudié de noche. Me gradué con mención honorífica. Volví a México con una idea: fundar una empresa de logística que ayudara a las pequeñas comunidades a vender sus productos.

La empresa creció rápido. Pronto, me expandí a la agricultura y, finalmente, a la educación. Soñaba con abrir una escuela donde ningún niño tuviera que aprender desde la banqueta.

Diez años después, mi empresa compró varias propiedades en Veracruz. Una de ellas era la vieja Real Academia Kingsway. La escuela estaba en ruinas: techos caídos, pupitres rotos, maestros sin sueldo.

Durante la negociación, nadie sospechó quién era yo. El antiguo director, ya encanecido, me recibió en la puerta con una sonrisa forzada.

—Señora directora general, bienvenida a su nueva escuela.

Lo miré a los ojos y le dije:

—Solía sentarme detrás de esa pared… con arroz rojo en una bolsa de nailon.

Su sonrisa se desvaneció. No dijo palabra. Yo tampoco. No hacía falta.

Renovamos cada aula, arreglamos cada pupitre, pintamos los muros de colores vivos. Aumentamos el sueldo de los maestros y contratamos psicólogos y orientadores. Invitamos a la comunidad a la reinauguración.

El día de la reapertura, la gente se amontonó afuera, curiosa. Al caer la tela del nuevo letrero, se escucharon exclamaciones de asombro:

“Academia Amarachi Risi: Donde cada niño tiene un asiento”.

Mamá Risi estaba a mi lado, llorando como una niña.

—¿Ves, mija? Ahora sí tienes tu lugar.

Le susurré al oído:

—Me dieron huesos. Los convertí en un trono.

Hoy, cientos de estudiantes —algunos huérfanos, otros abandonados— estudian gratis en nuestra escuela. Ningún niño come solo. Ningún niño aprende fuera de una valla.

A veces, cuando camino por los pasillos y veo a los niños en sus pupitres, recuerdo los días en que escuchaba las clases desde la banqueta. Me acerco a los nuevos y les digo:

—Aquí nadie es invisible. Todos merecen aprender.

Un día, una niña tímida se me acercó durante el recreo.

—¿Usted es la dueña de la escuela?

—Sí, pero antes fui como tú. Comía en la puerta trasera.

—¿Y ahora?

—Ahora abro todas las puertas para los que vienen detrás.

En la oficina principal, junto a mi escritorio, tengo una foto de Mamá Risi y yo, el día de la inauguración. Y un letrero que dice:

“Donde antes hubo muros, hoy hay ventanas.”

Cuando me preguntan por qué hago esto, por qué invierto tanto en una escuela para niños sin recursos, siempre respondo:

—Porque a veces, la niña a la que alimentaron por un agujero en la pared… vuelve para comprar todo el edificio y alimentar a generaciones.

Y así, cada año, cuando veo a una nueva generación de niños graduarse, sé que la compasión de una sola persona puede cambiar el destino de muchos.