Ekaterina Dmitrievna estaba de pie junto a una tumba reciente, enmarcada por el gris cielo otoñal y el desolador paisaje del cementerio. A su alrededor giraban hojas amarillas arrancadas por el viento frío de los árboles, revoloteando inquietas sobre la tierra mojada.

Llovía desde hacía varias horas, pero la mujer no notaba cómo se empapaba su chaqueta negra; parecía que ninguna tormenta podría ser más terrible que el dolor que le oprimía el alma.

El cementerio estaba casi desierto: solo ella, entre lápidas de piedra y el silencio interrumpido por ráfagas de viento y algunas gotas de lluvia.

Venía aquí todos los días, cuando su esposo estaba en el trabajo, porque no soportaba más sus intentos de consolarla, sus abrazos impotentes y sus palabras sobre que “la vida debe continuar”. Esas palabras dolían más que cualquier reproche.

Arreglando mecánicamente la pequeña lápida de granito gris, Ekaterina se arrodilló directamente en el barro, sin sentir el frío ni notar el dolor en las piernas. Inclinó la cabeza y susurró:

— Svetochka, mi niña… ¿Por qué no pude protegerte? Habría dado mi vida con tal de que tú siguieras viva. ¿Por qué no pude detenerte aquella vez?

Las lágrimas caían por sus mejillas, resbalaban sobre la fría superficie del mármol y se mezclaban con la lluvia. Había pasado un año y tres meses desde que encontraron el cuerpo de su única hija, pero el dolor no había disminuido.

Al contrario, se intensificaba cada día, corroyendo su alma por dentro como un fuego imposible de apagar. Uno pensaría que el tiempo aliviaría la herida, pero en lugar de eso la hizo más profunda, más incurable.

Todo comenzó tres años atrás, cuando Svetlana empezó a cambiar. Al principio eran cambios apenas perceptibles: anotaciones extrañas en su diario, que Ekaterina vio por casualidad sobre la mesa; discusiones en voz baja en el pasillo, cuando su hija llegaba cada vez más tarde.

Luego aparecieron nuevos amigos, de los que Svetlana se negaba rotundamente a hablar, y ese brillo inquietante en sus ojos que helaba el corazón de sus padres. Intentaron hablar con ella, preguntarle, escucharla, rogarle… pero cuanto más lo intentaban, más se alejaba de ellos.

— ¡Mamá, déjame en paz! —gritaba Svetlana, cerrando de golpe la puerta de su habitación—. ¡Ya soy adulta!

— ¡Tienes diecisiete años, eso no es ser adulta! —respondía Ekaterina desde el otro lado, sintiendo que el corazón se le rompía de impotencia.

Valeri Ivanovich, un médico respetado del hospital municipal, un hombre que había salvado cientos de vidas, por primera vez en su vida se sintió completamente indefenso. Recordaba aquella noche terrible, cuando tuvieron que llamar a emergencias: Svetlana yacía en el suelo de su habitación, encogida por el dolor, y Katia ni siquiera podía sostenerla entre sus brazos.

— ¿Qué le pasa? —lloraba Ekaterina mientras los médicos examinaban a Svetlana.

— Sobredosis —dijo en voz baja el colega de Valeri—. Necesita cuidados intensivos urgentemente.

Esa noche la pasaron en el pasillo del hospital, rezando, aferrándose el uno al otro, esperando. Svetlana sobrevivió, pero algo en su mirada cambió para siempre. Se volvió aún más cerrada, más agresiva. El calor que antes irradiaba su alma había desaparecido por completo.

— Tenemos que aislarla —le dijo Valeri a su esposa, en la cocina, después de que los médicos estabilizaron a su hija—. Si no lo hacemos, la perderemos para siempre.

— ¡Pero no es una criminal! —sollozaba Ekaterina, estrujando un pañuelo empapado en lágrimas—. ¡Es nuestra hija, nuestra única niña!

— Justamente por eso tenemos que salvarla. Cueste lo que cueste.

El arresto domiciliario duró tres meses tortuosos. Svetlana gritaba, lloraba, suplicaba, prometía cambiar, pero sus padres no cedieron. Pusieron rejas en las ventanas, cambiaron las cerraduras, se turnaban para vigilarla. Por las noches, Valeri llamaba a clínicas, buscaba a los mejores especialistas, leía literatura médica sobre adicciones. Ekaterina no dormía, escuchaba cada crujido en el pasillo, cada suspiro de su hija.

— ¡Los odio! —gritaba Svetlana—. ¡Arruinaron mi vida! ¡Nunca se los perdonaré!

Esas palabras aún resonaban en los oídos de Ekaterina, causándole un dolor insoportable. Pero aquella noche fatal no pudieron evitarlo. Valeri se quedó dormido en el sillón junto a la puerta, y Ekaterina tomó un somnífero por agotamiento nervioso. El suave golpe de la puerta de entrada —y Svetlana desapareció para siempre, dejando solo una nota: “No me busquen. Ya no soy su hija.”

La búsqueda duró ocho largos años. Policía, detectives privados, llamadas a excompañeros, anuncios en periódicos e internet, apariciones en televisión… todo fue en vano. Svetlana parecía haberse desvanecido en el aire. Y luego, cuando la esperanza casi se había extinguido, llegó la terrible noticia: encontraron un cuerpo cerca de un almacén abandonado en las afueras de la ciudad.

En la lúgubre sala del depósito de cadáveres, Valeri leía con manos temblorosas el informe del patólogo, mientras Ekaterina sollozaba, apretando contra su pecho la última foto de su hija: la de su graduación escolar, Svetlana sonriente con un vestido blanco.

— Sobredosis —susurró Valeri—. Ella… murió por una sobredosis.

Había pasado un año desde el funeral. Ekaterina vivía en piloto automático: se levantaba, lavaba los platos, preparaba la comida que nadie comía y de repente estallaba en llanto en medio del día. Podía estar una hora frente a la estufa, olvidando apagar el fuego, o encontrarse sentada en la habitación de Svetlana, cuyas cosas aún no se atrevían a ordenar.

Valeri fruncía el ceño en el trabajo, cometía errores que antes nunca había tenido. Pedía a la vecina Antonina Stepánovna que vigilara a su esposa, y él mismo llamaba a casa cada dos horas, temiendo que Katia pudiera hacerse daño.

— Aguanta, Katya —le decía cada noche abrazándola—. Tenemos que seguir viviendo. Svetlana no querría que sufrieras así.

— ¡No me digas lo que Svetlana querría! —le rechazaba Ekaterina—. ¡Tú no sabes! ¡Nadie sabe!

Por las noches apenas hablaban. Él intentaba abrazarla, y ella lo apartaba sin interés, retirándose al dormitorio o sentándose junto a la ventana con la foto de su hija. Valeri le suplicaba cada día que aguantara por su familia, pero sabía que también la estaba perdiendo a ella.

Aquel día de octubre parecía que el destino mismo enviaba señales. Primero trajeron a una paciente…

Valeri terminaba su turno diurno en su oficina. Sobre la mesa había una jarra de cristal con agua, y en un armario una lata de conserva —el almuerzo que no había logrado comer. El trabajo lo absorbía por completo, era la única forma de no pensar en la pérdida. La enfermera Vera entró apresurada en la sala de médicos con el rostro preocupado:

— Valeri Ivánovich, trajeron a una nueva… Una mujer joven, en estado grave. Y Igor Vadimovich se niega a atenderla.

— ¿Cómo que se niega? —frunció el ceño Valeri, levantando la cabeza de las historias clínicas.

— Dice que es una vagabunda que ocupa cama. Que debería ir a otro hospital. Las camas son para pacientes “normales”.

Valeri apretó los puños. Igor Vadimovich, a quien todos apodaban “Koschei”, había llegado al hospital hacía seis meses gracias a los contactos de sus influyentes parientes. Cínico e indiferente, veía la medicina como un negocio y no como una vocación. Para él, los pacientes se dividían en rentables y no rentables.

— ¿Dónde está ahora? —preguntó Valeri levantándose.

— En la sala de fumadores, como siempre.

Valeri encontró a Igor cerca de la entrada del personal. Éste estaba terminando de fumar un cigarrillo caro, mirando su nuevo teléfono y claramente disfrutando de su ociosidad.

— Igor Vadimovich, tenemos una paciente que necesita ayuda urgente.

— Ah, ¿hablas de esa…? —Igor hizo una mueca como de asco—. Mira, Valeri Ivánovich, no estoy obligado a atender a cada vagabunda. Ya tengo trabajo de sobra. Que vaya al hospital social.

— ¿Eres médico o un funcionario insensible? —preguntó Valeri con dureza, sintiendo cómo la sangre le hervía—. ¿La promesa hipocrática no significa nada para ti?

— No me des clases de moral —desestimó Igor—. Yo sé lo que hago. Mi trabajo es tratar a quienes pueden pagar.

— Entonces no eres médico. Eres un comerciante.

— Como quieras —encogió de hombros Igor y se marchó, dejando a Valeri solo con su indignación.

Valeri se dirigió a urgencias. La joven mujer yacía en una camilla, temblando, con el rostro pálido y demacrado. Ropa sucia, pelo enmarañado, pero había algo en sus rasgos que le resultaba familiar, algo que apretó dolorosamente el corazón de Valeri.

— ¿Cómo se llama? —preguntó a una enfermera.

— No tiene documentos. La encontraron cerca de la estación. Dice que se llama Svetlana.

Valeri se quedó paralizado. Svetlana. Como su hija.

— Llévenla a quirófano de inmediato —ordenó recuperando la compostura—. Prepárenlo todo.

La operación duró cuatro horas. El sudor le corría por la cara, sus colegas le pasaban instrumentos, la tensión reinaba en el quirófano.

Valeri trabajaba pensando que cada vida es invaluable, que no se puede dividir a las personas en dignas e indignas de ayuda. Pensaba en su Svetlana, en que en algún lugar alguien pudo haberse negado a ayudar a su hija.

Tras la larga y extenuante cirugía, Valeri salió al patio interior del hospital para tomar aire. El aire otoñal estaba húmedo y frío, pero no sentía el frío: sus pensamientos seguían en la sala de operaciones, luchando por una vida ajena.

La jornada laboral había terminado oficialmente, pero no quería volver a casa. Allí lo esperaba el vacío, el silencio, los recuerdos dolorosos. La casa se había convertido en un lugar de duelo, donde cada objeto recordaba a Svetlana. Temía abrir la puerta, temía escuchar el eco del pasado.

Bajo la escasa lluvia otoñal, un farol solitario iluminaba un charco amarillento en el asfalto mojado. En esa luz fantasmal, vio una pequeña figura: una niña de unos seis años, con sandalias rotas, ridículamente grandes para sus pies, y un vestido desgastado, demasiado largo y evidentemente fuera de talla. Se acercó a él con paso firme y decidido, como si supiera que él podría ayudarla.

— Señor doctor —dijo sin preámbulos, mirándolo a los ojos—. ¿Me compra mi sangre, por favor?

Al principio Valeri no entendió lo que decía. Se quedó atónito, luego sonrió suavemente, aunque el corazón le dolía.

— ¿Qué dijiste, pequeña?…

— La abuela dijo que en el hospital compran la sangre por quinientos rublos —continuó la niña—. En casa no tenemos nada de dinero. Necesito comprar comida y medicinas para la abuela.

Su voz sonaba tranquila, como si fuera lo más normal del mundo ofrecer su sangre a cambio de comida. Valeri se agachó para estar a la altura de sus ojos.

— Pequeña, eso no es así —dijo en voz baja, casi en un susurro—. Los niños no venden su sangre. Eso no se debe hacer. Pero yo soy médico. Tal vez pueda ayudarte de alguna forma.

La niña, que se llamaba Alia, se sentó con confianza a su lado en un banco mojado y le contó sobre su dura infancia. Sobre que no tenía madre —que murió hace mucho, cuando Alia era muy pequeña—. Que su abuela enfermó, ya no puede trabajar como limpiadora, y la vecina de la tienda dejó de darle comida a crédito. «Quería ayudar», dijo simplemente, y eso bastó para que Valeri decidiera que no podía irse.

— ¿Me mostrarás dónde vives? —preguntó—. Soy médico. Tal vez pueda ayudar a tu abuela. Solo déjame cambiarme de ropa.

La casa a la que lo llevó la niña estaba en las afueras de la ciudad, en un barrio abandonado donde nadie reparaba los techos y las paredes tenían moho. La puerta chirrió cuando Valeri entró. Adentro había humedad, frío y olor a medicamentos. En un viejo sofá hundido y gastado, yacía una mujer —Taisia Pavlovna, la abuela de Alia—. Tosía con dificultad, su rostro era pálido y su mirada, temerosa.

— No hace falta, doctor —roncó ella—. No tenemos dinero. Que sea como sea…

— Tranquila —dijo Valeri suavemente, sacando su estetoscopio—. Solo quiero ver cómo está usted.

La exploración reveló serios problemas respiratorios y cardíacos. El médico supo de inmediato que necesitaba hospitalización. Llamó a una ambulancia, reunió los pocos documentos que tenían (guardados en una bolsa de azúcar) y, en menos de una hora, Taisia estaba en el hospital.

Alia se quedó con él.

— Vendrás a mi casa mientras tu abuela está en tratamiento —le dijo—. ¿De acuerdo?

La niña asintió, tomando su mano con confianza. Esa confianza, esa mirada infantil llena de esperanza, conmovieron a Valeri hasta lo más profundo.

Cuando regresaron a casa, Ekaterina los recibió en la puerta. Al ver a la niña junto a su esposo, se quedó paralizada, con el rostro tenso, como si esperara algo terrible. Pero Valeri solo dejó las llaves sobre la mesa y dijo en voz baja:

— Esta es Alia. Tenemos que cuidarla. Su abuela está en el hospital.

Ekaterina asintió en silencio, tratando de sonreír, pero en sus ojos brilló algo profundo, inexpresable. Cuando Alia empezó a comer, Katia sacó discretamente el álbum familiar y abrió la página con la foto de Svetlana —de siete años, con vestido gris, dos trenzas y esos mismos grandes ojos grises.

— Mira, Valera… —susurró, mostrándole a su esposo—. Se parece a nuestra Svetochka como dos gotas de agua…

Valeri miró la foto largo rato, luego a la niña, y algo vibró dentro de él. ¿Coincidencia? Tal vez. Pero las coincidencias no siempre son casuales.

Al día siguiente, Ekaterina salió sola de casa por primera vez en muchos meses. Fue al hospital y pidió permiso para visitar a Taisia Pavlovna. La anciana, acostada en la cama con una gota intravenosa, miró a la mujer atentamente.

— ¿Quién es usted?

— Soy la esposa del médico que la está tratando. Alia vive con nosotros.

Taisia pensó un momento y luego habló en voz baja:

— Svetlana… se llamaba Svetlana. Llegó aquí embarazada, asustada, delgada. Dijo que sus padres la habían echado. La acogimos. Dio a luz a Alia y murió cuando la niña tenía cuatro años. Estuvo enferma mucho tiempo…

Ekaterina sintió un mareo.

— ¿Y su apellido? ¿Cuál era?

— Sokolova. Svetlana Sokolova.

Era su nombre. Era su hija. Svetlana había tomado el apellido de su madre cuando se fue de casa. Todos esos años la buscaron, y ella vivió en la pobreza, dio a luz y murió, dejando atrás a una hija que ni siquiera sospechaban que existía.

— Lloraba mucho por las noches —continuó Taisia—. Decía que extrañaba a su mamá. Que quería pedir perdón, pero tenía miedo. Que sus padres no la perdonarían. Antes de morir pidió que le dijéramos a Alia que la amaba y que no quería dejarla.

Ekaterina no recordaba cómo llegó a casa. Corrió temblando, se cortó mechones de cabello para análisis de ADN. Y cuando llegaron los resultados, no hubo dudas.

— Es nuestra nieta —susurró, entregando los papeles a su esposo—. Nuestra Svetochka tuvo una hija y murió, y nosotros ni siquiera lo sabíamos. La perdimos dos veces.

Valeri abrazó a su esposa. Lloraron juntos, de dolor y al mismo tiempo de una nueva, inesperada esperanza. Su hija estaba muerta, pero su hija —su nieta— estaba viva. Y ahora podían hacer por ella lo que no pudieron hacer por Svetlana.

El proceso de tutela fue rápido —amigos del hospital, conocidos que conocían bien a Valeri y Katia ayudaron. Alia recibió documentos nuevos, una familia nueva, una vida nueva. Su nombre seguía siendo el mismo, pero ahora tenía abuelos, un hogar real, amor y cuidado.

La vida en la casa empezó a cambiar. En el apartamento volvieron a escucharse risas y preguntas infantiles. Ekaterina cosía vestidos, compraba juguetes, inscribió a Alia en el jardín de infancia. Valeri ayudaba con la preparación para la escuela, le leía cuentos antes de dormir, le enseñaba a hacer lazos. Volvieron a ser una familia.

— Abuela Katya —preguntó una vez Alia—, ¿por qué a veces lloras cuando miras mi foto con mamá?

— Porque te quiero mucho a ti y a tu mamá —respondió Katya, besando a la niña—. Y porque me duele no haberte conocido antes.

— Yo también los quiero —dijo Alia con seriedad—. ¿Y mamá me quiere, verdad? ¿Está en el cielo y nos mira ahora?

— Claro que sí. Y está muy orgullosa de ti.

Por las noches, cuando Alia ya dormía, Ekaterina se sentaba junto a su cama y susurraba mirando el retrato de Svetlana:

— Gracias, Svetochka, por devolvernos el sentido de la vida. Gracias por darnos a Alia. Perdódanos por no haberte salvado. Pero a ella la salvaremos, lo prometo.

Valeri abrazó a su esposa. Ella no se apartó. Estuvieron juntos, mirando al niño que dormía plácidamente, y entendieron: su familia estaba completa otra vez. No igual que antes, pero completa. El dolor seguía ahí, pero junto a él había un nuevo amor vivo.

Afuera llovía, lavando el viejo dolor y trayendo esperanza para una nueva felicidad.

Ekaterina ya no iba al cementerio todos los días. Ahora sabía: Svetlana los había perdonado. Y su tarea principal era dar a Alia todo el amor que no pudieron darle a su mamá. Darle esa infancia que le robaron a Svetlana.